Hace 20 años, algunos comprábamos la prensa de papel cada mañana. Aunque sabíamos que venía cargadita de catástrofes y humanos desatinos, nos dejábamos embriagar por el olor de la tinta fresca y nos sentíamos acogidos en el tacto áspero del papel. El Periódico nunca fue mi periódico —el que yo leía con cierta devoción— pero cuando alguna de mis ilustraciones aparecía en la portada de su suplemento de libros o en las páginas interiores del dominical, me hacía especial ilusión. Quizá en unas horas servirían para envolver un bocadillo o proteger el suelo de la cocina de las salpicaduras de aceite. Aquellos dibujos estaban creados, la mayoría de las veces, con el reloj en contra, pero aunque estaban destinados a la fugacidad y el olvido, uno hacía lo que mejor podía. Hoy quedan pocos lugares donde publicar en prensa, lo cual es una pena, porque, como ilustrador, es uno de mis desempeños favoritos.